Por Juliana Belén Rodríguez Angenelo


Más de una vez al día me sustraigo de lo que sea que esté haciendo – trabajando, comiendo, leyendo, escuchando música, entrenando, conversando virtualmente con alguien, se empiezan a formar en mi mente un montón de preguntas, todas nadando en el desconcierto de no poder siquiera esbozar una respuesta posible que dé sentido a algo de lo que sucede. La realidad, esa que creemos conocer y que nunca llegamos a asimilar del todo, se presenta ahora de forma avasallante, más arrolladora que nunca. Inasimilable.
Inexplicable. Indecible.
El trauma es precisamente aquello que avasalla, que no se puede anticipar ni evitar, que aniquila los basamentos sobre los que intentamos hacer pie; que supera las capacidades individuales – y sociales – de significar y simbolizar. Es el vacío y el espanto de no tener palabras para decir algo de eso que sin embargo nos atraviesa como un rayo. La pandemia plantea la circulación de un peligro invisible y por tanto omnipresente y omnipotente, en tanto no es identificable por la propia percepción; en tanto nos vulnerabiliza a un extremo que puede resultar aterrador.
Por otro lado aparece rompiendo de forma brutal la experiencia de las rutinas, de aquello que llamamos y creemos conocer como normalidad; dejándonos sin coordenadas para transitar el día a día. Siendo algo que no hemos experimentado nunca antes, no poseemos marco de referencia alguno que nos permita asimilar lo que acontece, saber cómo afrontarlo
o tener alguna forma de predecir lo que sucederá.
Aislades en la forma más concreta posible de estarlo, nos encontramos sometides a la ironía cruel de que el contacto físico puede enfermar, de que la única cura conocida por el momento es el aislamiento, y que el aislamiento nos enferma por la falta, precisamente, de aquello potencialmente peligroso.
Estamos atrapades en una paradoja trágica. La única forma de salvarnos es suprimir lo que nos sostiene como humanos, lo que nos constituye como seres deseantes, y por lo tanto, como seres: la presencia de un otrx que al mirarnos y al tocarnos nos da existencia.
La virtualidad aparece entonces como el único espejismo en este desierto de contacto, una pantalla donde mirarnos ficticiamente sirva aún para sustraernos de la alienación. Y mientras tanto vemos desarmarse las lógicas que nos sostenían, las coordenadas de tiempo y espacio que permitían imaginar el mundo como un lugar controlable y predecible.
La pandemia, como trauma, viene a despedazar la sensación de control y desnudarla como lo que siempre fue: una ilusión, una fabricación más o menos acabada, pero nada más que balsa salvavidas en el medio del naufragio incesante de la experiencia humana en un universo vasto e infinitamente complejo que aún no estamos ni cerca de comprender.